Culture

29 de septiembre de 2014

11 minutos lectura

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En 1984, se estrenó en los cines de Colombia una cinta que les cambiaría la vida a muchos: Beat Street marcó la entrada de la escena break dance y de paso dio inicio a la escena electrónica que este año cumple 30 años. Un reportaje a los pioneros.

Un hilo ha unido la vida de estos tres hombres tan dispares: la electrónica, una música que se remonta a comienzos del siglo xx, específicamente a 1911, año en que el futurista italiano Balilla Pratella publica el Manifiesto técnico de la música futurista. Poco después, su colega Luigi Russolo escribe El arte de los ruidos, una famosa carta que presagia el cambio dramático que sufrirá la música en las próximas décadas. “Si hoy, que poseemos quizá unas mil máquinas distintas, podemos diferenciar mil ruidos diversos, mañana, cuando se multipliquen las nuevas máquinas, podremos distinguir diez, veinte o treinta mil ruidos dispares, no para ser simplemente imitados, sino para combinarlos según nuestra fantasía”, escribe. Los futuristas buscaban una nueva música que consonara con el ruido, no siempre armónico, de los tranvías, automóviles y espacios industriales.

Luego, hacia 1950, en Francia y Alemania aparecen las primeras canciones electrónicas gracias a nuevos dispositivos que permitían descontextualizar, cortar, pegar y superponer sonidos, para así alterar la estructura de las grabaciones. “El gran mérito de esos dos países es que desarrollan un nuevo estilo. Ahí se encuentra el origen de la electrónica”, sostiene Gabriel Odín, dj colombiano. Pasarían muchos años antes de que esa música evolucionara a un formato popular. La Segunda Guerra Mundial había dejado profundas secuelas en Europa, sobre todo en las nuevas generaciones alemanas, que tenían que vivir con el estigma heredado de sus padres y abuelos. “Había una especie de racismo que no les dejaba tener una cultura propia y entonces los que nacieron después de la guerra tuvieron que crear un nuevo folclor alemán, y de ahí viene el Krautrock, una música que incorporaba las nuevas tecnologías”, asegura Tato Lopera, fundador de Estados Alterados.

Tanto Fresh como Gerard recuerdan que en 1984 el disco seguía en boga, a pesar de que ya se le había declarado la muerte en Estados Unidos. La vida de ambos tomó un giro drástico ese año. Fresh vio por primera vez la cinta Beat Street, sobre la escena del break dance y el hip-hop –que incorporaba sonidos electrónicos– en Bronx, Nueva York. “La vi y me cambió todo el concepto. Me conecté. Salías a la esquina y había manes pendientes de tus movidas. Cada uno hacía sus rimas y bailes. Había batallas entre barrios con música de Kraftwerk y Afrika Bambaataa. Había una rebeldía en la forma de vestir, de caminar, de ser diferente de la gente del sistema que trabajaba”, recuerda. Esa escena duró dos años, y poco después, en 1988, Fresh se volvió dj “por necesidad y para tocar toda la música que tenía”. Mezclaba en Rumba Latina, en el centro de Bogotá, y los domingos en Atlántida, en el barrio 20 de Julio.

Mientras que Fresh veía Beat Street, Gerard y su hermano Nick oían música electrónica por primera vez en Radio Fantasía. “Luis Forero, uno de los dj de la emisora, tocaba los fines de semana de 8:00 a 12:00. Nos gustó tanto lo que hacía que lo buscamos y nos hicimos amigos. Cada seis meses, Luis traía vinilos de Estados Unidos y le comprábamos algunos”, dice Gerard. Su padre, un ingeniero de sonido, les ayudó a conseguir sus primeras tornamesas, agujas y mixers. Poco a poco, gracias a los vinilos que importaban y a los que conseguían en tiendas como Fame, en Unilago, amasaron una importante colección de la más reciente música, que cada vez se distanciaban más del disco.

A comienzos de los ochenta empezaba a nacer un nuevo sonido en Estados Unidos. En Belleville, un pueblo al sur de Detroit, Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson, tres amigos afroamericanos de clase media, entran en contacto con Kraftwerk y otras bandas electrónicas europeas. Para distanciarse de los ritmos del gueto, se dedican a experimentar con esa música, pero adaptándola al contexto de Detroit, una ciudad industrial, mecánica, ruda, golpeada por la recesión. De sus manos surge el techno. Mientras tanto, en Chicago, del otro lado del lago Michigan, la comunidad negra gay rescata los sonidos del disco y los fusiona en rumbeaderos como The Warehouse y Musicbox con ritmos de batería y con géneros como el funk y el soul, creando el house, un género en el que se extraían las mejores partes de las canciones y se mezclaban para generar la máxima cantidad de energía posible en los clubes.

Cuando se acaba esa década ya había una nueva cultura musical que se había esparcido por todo el mundo. En 1990 Gerard abre Cinema, una de las primeras discotecas de la escena electrónica bogotana. “Cinema arrancó como un bar gay que combinaba pop británico y dance. Luego, gracias a las sugerencias principalmente de extranjeros, se convirtió en un espacio exclusivamente de electrónica adonde iban a rumbear algunas de las personalidades más importantes de la vida nacional”, asegura. De la nada empiezan a aparecer, no solo en la capital, sino en varias ciudades de Colombia, clubes y establecimientos de house, techno y más adelante trance.

Cada uno, a su manera, ha sido clave para que hoy la capital sea un referente de la electrónica en América Latina. Al igual que muchos otros personajes, los tres le entregaron su vida a un género que con el paso del tiempo se ha convertido no solo en una escena importante, sino también en una cultura que define, quizá mejor que cualquier otra, nuestra modernidad. “A veces todavía saco los bafles, la tornamesa y me pongo a tocar en la séptima los domingos. Nadie le paga a uno por hacer cultura. Se hace si a uno le gusta. Y de eso se trata”, asegura Fresh, justo antes de salir por el portón verde de su conjunto en el centro de Bogotá.